Alberto era uno de esos comerciales que se dejan la piel por su trabajo. Llevaba años en la empresa, conocía a la perfección su producto, dominaba su cartera de clientes y había conseguido, a base de visitas, horas de coche, llamadas fuera de horario y muchos sacrificios personales, que sus ventas siempre estuvieran por encima de la media.
Era, sin lugar a dudas, un comercial de primera línea.
Pero entonces, algo empezó a cambiar.
Primero, sin avisar, llegaron las tareas extra. Que si coordina también con marketing. Que si, ya que vas a esa ciudad, revisa la implantación de los puntos de venta. Que si, además, podrías encargarte de las incidencias de postventa, que tú conoces mejor que nadie a los clientes. Todo era lógico y razonable, hasta que dejaron de ser pequeñas tareas y se convirtieron en una carga paralela a su verdadero trabajo: vender.
Alberto tragó, como tragan muchos. Pensó que era temporal.
Pero no lo era.
Lo siguiente fue el aumento progresivo de sus objetivos. No sólo de ventas, sino de visitas semanales, de llamadas registradas, de informes mensuales y de nuevas aperturas de clientes. ¿Cómo? ¿En qué tiempo? ¿Con qué recursos? Alberto planteó su duda con lógica: «Yo sólo tengo dos manos y la jornada laboral es la que es». La respuesta fue tan evasiva como cortante: «Organízate mejor».
Semanas después, sin que nadie lo viera venir, la empresa anunció la incorporación de un nuevo comercial.
A todos les pareció razonable: «Estamos creciendo, es necesario reforzar el equipo». Pero la sorpresa fue doble para Alberto cuando supo que ese nuevo comercial no solo tendría mejores condiciones económicas, sino que, además, asumiría la mejor parte de la cartera de clientes… la que Alberto había construido durante mucho tiempo con pico y pala.
Alberto quedó relegado a clientes pequeños, dispersos y a las nuevas prospecciones en frío.
Mientras, el recién llegado, recogía las mieles de años de esfuerzo.
Alberto no tardó en comprender la jugada.
El despido silencioso: la estrategia sucia (y común)
Lo que acabas de leer no es un caso aislado. Tampoco es una exageración. Es el pan de cada día en más empresas de las que imaginas. Lo que le pasó a Alberto tiene nombre: despido silencioso.
No siempre te van a echar a la calle con una carta y una indemnización. A veces, te cuecen a fuego lento. Te saturan de trabajo, te recortan recursos, te elevan los objetivos a un nivel inalcanzable y, cuando estás agotado y sin margen, colocan a alguien por encima de ti.
Te empujan a renunciar sin necesidad de que firmes un despido.
¿Dónde está el límite entre un maltrato laboral planificado y una reestructuración de empresa? Esa es la línea fina. El despido silencioso vive cómodamente en esa zona gris que muchas empresas conocen muy bien. Es legal, sí. Pero no es ni ético, ni decente.
Y a veces, ni siquiera es legal. La línea que separa el despido silencioso del acoso laboral es muy fina. Si esa presión se convierte en acoso continuado, en aislamiento deliberado o en sobrecarga imposible de justificar, puede que estés ante un caso de acoso laboral encubierto.
La pregunta que debes hacerte
¿Te suena familiar? ¿Has visto de cerca (o vivido) una historia parecida? Si llevas años en el mundo de las ventas, probablemente sí. Puede que seas Alberto. Puede que lo seas y aún no te hayas dado cuenta.
Y es que, amigo mío, hay una lección que muchos no quieren escuchar, pero que es necesaria: tu mayor enemigo, muchas veces, no es la competencia, sino quienes se sientan a dos metros de ti en la oficina o quienes te ponen las reuniones en la agenda.
Aprende a identificar el fuego amigo antes de que te queme
En el capítulo 12 de Vender como un Cabrón, no sólo te explico con detalle las señales de alerta, las tácticas sucias y las estrategias habituales de esta guerra silenciosa, sino que te doy herramientas reales para protegerte, para anticiparte y, sobre todo, para que no seas la próxima víctima.
Porque, créeme, no es cuestión de «si te va a pasar». Es cuestión de cuándo. Y mejor que te pille preparado.
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